lunes, 21 de mayo de 2012

LA CAJA DE MI NIÑEZ

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Cuando era pequeño tenía un lugar especial al que me gustaba ir.  Era una caseta de madera construida en las ramas de un árbol centenario que tenía sus raíces arraigadas en las tierras de mi barrio.  La frondosidad de las hojas hacía que la caseta apenas fuera visible, y casi nadie conocía su existencia.  Así que mi amigo Julián (que no existía) y yo trepábamos todas las noches, mientras mi cuerpo dormía plácidamente en la casa de mis padres, para vivir los momentos más mágicos que un niño pueda imaginar.

En aquel lugar inventamos el mundo.  Fuimos los dioses que con paciencia pero con pasión crearon leyendas habitadas por dos tipos de seres:  Los coloridos y los apagados.  Los seres coloridos eran los dominantes, ellos custodiaban la llama de la Alegría y con cualquier excusa preparaban una celebración llena de cánticos, risas, bailes y diversión.  Pero a pesar de ello vivían con la infundada inquietud de que la llama de la Alegría pudiera apagarse algún día y el caos y el desconcierto se apoderaran de ellos.  Así, a pesar de vivir en una continua fiesta, el temor era una constante presente en sus corazones.
Y luego estaban los seres apagados, una minoría de personitas desaturadas que habitaban en las afueras del reino.  Los coloridos los habían desterrado allí para que vigilaran y no permitieran que nadie ajeno a su reino se adentrase en él, lo cual era imposible, pues en este mundo no existían más formas de vida. 
Estos seres apagados se crearon a partir de la tristeza de verse abandonados, pero tenían una sabiduría interior que les hizo juntarse y vivir abrazados unos a otros.  Así transcurría su vida, sin sobresaltos pero apacible, y con la inmensa felicidad de vislumbrar una vez cada cierto tiempo un pequeño chispazo de la gran llama de la Alegría, lo cual alegraba sus corazones de manera plena.

Julián y yo nos identificábamos con estos seres desaturados, apartados pero felices. 
En aquella caseta del árbol creamos los dos un vínculo especial y eterno, jurando que en nuestra inexistencia siempre acudiríamos a la llamada del otro para ir a refugiarnos en nuestro hermoso escondite.
Y cuando los años fueron pasando y logramos intuir que la niñez se difuminaba, hicimos lo único que se podía hacer:  guardamos nuestros mundos, nuestros reinos, nuestras casetas, nuestros vínculos y nuestra inocencia en una pequeña caja secreta que cerramos a cal y canto y escondimos en nuestros recuerdos con la esperanza de volver a desenterrarla algún día futuro.

Hoy soy un hombre “adulto” y la infancia no es más que un vago recuerdo.
Pero esta noche mientras soñaba, una dulce remembranza me trajo de nuevo mi caja de la niñez, de la que apenas ya tenía conciencia, y al verla una aguda emoción envolvió mi pecho dormido y no pude más que abrirla con lágrimas en los ojos.  Al hacerlo, una forma diminuta salió fulgurante y se presentó ante mi.  Era una muchacha colorida que portaba una antorcha en la mano, y mientras me la entregaba me explicó cómo en el reino que habíamos inventado Julián y yo los coloridos habían encontrado la manera de no sufrir pensando en la desaparición de su llama de la Alegría.  La solución la hallaron gracias a uno de los apagados, que les recomendó que igual que hacían ellos con los abrazos, la llama podrían repartirla en miles de pequeñas antorchas que iluminaran todo el reino, y eso hicieron incluyendo las afueras apagadas, haciendo que la fronteras invisibles desaparecieran entre ellos.

Ahora cada noche cuando me voy a dormir, apago la luz y enciendo la antorcha.

 

Juan Carlos Pascual

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