martes, 3 de abril de 2012

EL JÚBILO DE NUESTRA NIÑEZ

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La infancia que rigió mi generación estuvo exenta de consolas de videojuegos, no había internet, y la tecnología más avanzada consistía en idear teléfonos uniendo dos vasos de plástico con un largo cordel.  Jugábamos en la calle, con los amigos del cole o con los vecinos.  Nuestros padres no necesitaban tenernos vigilados en cada momento, nos dejaban la tarde a nuestras anchas para que inventáramos las peripecias más increíbles, forjando poco a poco un espíritu soñador y aventurero.  La verdad es que no necesitábamos gran cosa, tan sólo juntarnos con la pandilla.  Y así sobre la marcha siempre terminaba surgiendo algo maravilloso por hacer.

Recuerdo una vez que un niño afirmó haber visto un gnomo en un descampado cercano.  No hizo falta nada más, era algo suficientemente extraordinario como para tenernos explorando el terreno durante varios días, notando cómo se aceleraban nuestros corazones cada vez que creíamos ver que algo se movía debajo de un pedrusco o cuando el viento agitaba los hierbajos que a duras penas crecían y alguno de la pandilla gritaba: “allí, allí!!!”
En otra ocasión una niña nos chivó que habían encontrado un cadáver en las acequias que ponían frontera entre el barrio y el mundo exterior.  Allí estuvimos, por supuesto, y nada vimos con nuestros ojos aunque nuestros cerebros nos jugaran malas pasadas creando pesadillas que surcaban nuestras noches sucesivas.

El juego que más nos gustaba era uno de lo más simples y universales:  el escondite.  A mi me encantaba tener a todos delante y cerrar los ojos pegándome a un árbol o una pared para contar hasta 100.  Cuando estaba a punto de terminar la cuenta mi cuerpo ya estaba en modo alerta, relleno de emoción contenida.  Al despegar los párpados, mirar delante y encontrar el mundo vacío, se desataba la adrenalina y me ponía a recorrer la plaza y los aledaños buscando a mis amigos en cada recoveco.  Era sin duda una exploración del universo, una búsqueda de mí mismo, un momento sublime de meditación guiada por mis adentros.  Después de encontrar al último de los escondidos y correr hasta el punto de partida para gritar su nombre sintiéndome ganador, mi cuerpo al final se liberaba de toda tensión y se rendía a una plácida sensación de felicidad.

Después crecí, como hicimos todos.  Nos hicimos “adultos” y perdimos el contacto.  Dejamos de escondernos en los sitios más variopintos para hacerlo dentro de nosotros mismos, nos encarcelamos sin saber por qué en responsabilidades y convenciones sociales, y en muchos casos se quedaron atrás las ganas de vivir, de jugar, de ser feliz sin tener nada, de ser realmente sabios.
Pero la esperanza siempre está ahí, la vida sigue dándonos (aunque sea a trompicones) momentos inexplicables en los que volvemos a encontrar la chispa, el brillo en los ojos, el corazón acelerado, y nos sobrepasan las ganas de hacer mil cosas, y sin saber por qué nos encontramos revolviendo un cajón hasta encontrar un viejo tirachinas o unas canicas que desempolvar, salimos a la calle felices, sintiendo el sol calentar nuestro rostro, y sin poder evitarlo, terminamos cerrando los ojos y sonriendo.

 

Juan Carlos Pascual

1 comentario:

  1. Dulce, tierna y añorada infancia; y tantos recuerdos. Cuántas veces no hice un teléfono de hilo o jugué a juegos similares al escondite. Muy buena publicación :)

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