domingo, 11 de marzo de 2012

PALABRAS

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Nuestros Dioses, esos que rigen nuestra existencia, o tal vez nuestras propias incongruencias decidieron hace unas semanas privar a la humanidad de uno de sus rasgos más característicos:  la capacidad de comunicarse mediante el habla.

Los primeros días fueron caóticos, el pánico y la frustración hicieron acto de presencia llenando nuestras vidas de desconcierto.  El día a día se convirtió en un infierno en el que parecía que, aparte del habla, casi hubiésemos perdido la cordura.  Ya no podíamos usar el teléfono, si nuestros bebés lloraban no podíamos escuchar su llanto, la televisión había perdido la mitad de su sentido… y lo mismo sucedía con millones de cosas que antes eran totalmente rutinarias.

La depresión y  la incomprensión ante un hecho tan insólito se instalaron entre nosotros, y los días fueron pasando.

Y según transcurrían los soles y las lunas, el potencial que posee el ser humano para superar momentos apocalípticos se fue imponiendo, y poco a poco nos fuimos acomodando a la nueva situación.
Lo que en un principio veíamos claramente como un hándicap fue transformándose en algo altamente beneficioso.  Empezamos a darnos cuenta de lo irreflexivamente que usábamos nuestra voz cuando aún disponíamos de ella, empleando las palabras con total ligereza, sin prestarles ninguna atención.
Nuevas formas de comunicación, mucho más íntimas y conectadas, han empezado a surgir desde entonces.  Si escribimos para hacernos entender, lo hacemos poniendo plena conciencia en cada una de las palabras que empleamos en el papel.  También hemos comenzado a utilizar nuestro cuerpo a un nivel al que nunca habíamos llegado, creando nuevas formas de interacción con nuestros semejantes.  La empatía por quienes nos rodean se ha hecho presente con rapidez, ahora somos capaces de mirar fijamente a los ojos y conectar de verdad con la persona que tenemos en frente.
Ya no nos despedimos diciendo adiós, ahora nos abrazamos de verdad.

La desaparición de las palabras sonoras supuso el génesis de la verdadera comunicación.

 

Juan Carlos Pascual

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